En muchas ocasiones a lo largo de la
historia, cuando palabra y número han tornado insuficientes, nos hemos visto
abocados a volver a la imagen. Por
una parte, “la vista –recuerda Berger– llega antes que las palabras” hasta el
punto de que la vida, de hecho, es en gran parte estética porque hay imagen,
ese elemento capaz de ampliar nuestro mundo como ningún otro gracias a nuestra
imaginación, aunque a veces también lo coarte. Por otra, tomar la experiencia
estética como finalidad en sí misma –en el sentido de “intensificación vital” que
asume Dewey–, resulta ser un planteamiento ciertamente epicúreo, pero enormemente
válido para muchos. En cualquier caso –y en esto será mayor el acuerdo–, hoy
día, desde el llamado “giro lingüístico”, la realidad más amplia posible no debiera
ser otra que el propio ámbito inefable de la vida humana: el de la potencia y
la acción, aquel donde no todo se reduce a la contradicción entre lo falso y lo
verdadero, donde no hay lugar para la mera dicotomía científica sino sobre todo
imagen, tiempo y, por tanto, experiencia más
acá de fútiles trascendentalismos. Un panorama antagónico al positivismo científico
occidental que ya fue intuido por Duchamp en el terreno creativo –recordemos,
bajo la influencia de Henri Bergson y un puñado de grandes poetas– hace
exactamente un siglo.
Aquí reside un nuevo sentido del ser
basado en el diálogo constante con los otros y en lo que podríamos denominar el
“encuentro sinérgico”. Una nueva ontología, la del sí mismo interconectado y en continuo cambio, sobre la que la obra
de Mª José Cosano (Córdoba, 1978) parece llamar la atención. Para empezar, la
autora recurre a una singular poética basada en un tipo de lenguaje que domina
a la perfección: el de la optometría, la ciencia
que estudia el sistema visual en su conjunto, incluyendo sus alteraciones no
patológicas y los tratamientos óptico y optométricos, así como las normas de
salud e higiene visual. Si tomamos esto como punto de partida, inmersos como
estamos en una época de gran “densificación iconográfica” –siguiendo a J. A.
Ramírez–, el trabajo de Cosano interesa, en primer lugar, por tratar la
antesala de la imagen, por volver a un punto original de reflexión sobre la
mirada desde el concepto y el objeto de la ciencia óptica, esto es, todo aquello
que paradójicamente, según se ha estipulado, nos sirve para ver. Una apropiación
–la de dicho saber científico– que jamás va pareja a un arte simbólico, ni
mucho menos descriptivo, sino que, al contrario de lo que ocurría en el
Renacimiento, es el fruto de una superación de ambos. Se trata, en último
término, de una posición alternativa –y quizás por ello más rica y amplia que
la de nuestro tradicional pensamiento crítico– desde la que reflexionar sobre
el modo en que miramos.
Una vez planteado todo esto, tomar la “óptica”
de Cosano como modelo de conocimiento integral, tras ser llevada al
inconmensurable terreno del arte, termina por derivar en un digno intento de relativizar
la lógica, la geometría o la física, superando por completo el artificial e
ineficaz grado de correspondencia entre estos campos y la realidad que nos rodea
y alberga. A ello debemos sumarle el hecho de que este trabajo sea creación sin
obsesiones personales ni sentimientos a flor de piel; de esos, podríamos decir,
ya estamos bien servidos: se trata ante todo de una apuesta abierta por las más
frías auras benjaminianas. Cosano,
siguiendo la línea de tantos otros, propone una forma alternativa de afrontar la
realidad basada en su caso, no solo en la desconstrucción de los postulados de
la óptica, sino también –y quizás como consecuencia de lo primero– en una
suerte de “conciencia de suspensión", tanto por parte del artista como del
espectador, frente a la realidad misma.
Sin embargo, a esta especie de
“existencialismo impersonal” se le suman muchos otros factores. Por un lado, la autora, en tanto que deudora del
legado artístico conceptual, se limita a reflexionar sobre los objetos ya
existentes tal y como defendiera Huebler en su momento. Un desinterés por la
fisicidad objetual –y en concreto, por la elaboración manual de artefactos– que
hallamos explícitamente en obras como, por ejemplo, Status Quo, donde se reproduce un fragmento cualquiera de todos los
que habitualmente pasan desapercibidos ante nuestros ojos al pasar las páginas
de un periódico; o en otras como Graph,
en la que el texto, de nuevo elegido azarosamente, es superpuesto a una
fotografía que multiplica su grado de descontextualización. En cualquier caso, lo
que aquí debemos tener claro es que recodificar el proceso de visión
conlleva a su vez recodificar las percepciones, y a este respecto, como se
refleja en la obra de autores como On Kawara, el número como coerción
lingüística resulta ser un perfecto complemento documental. Aquí reside
precisamente el sustrato de la serie Tropías,
un conjunto de fotografías descontextualizadas y semi-encubiertas, profundamente
silenciosas, que consuman su sentido gracias a sus correspondientes indicaciones
sobre dioptrías que las acompañan. Una buena forma de evidenciar la
desnaturalización que conlleva el hecho de asignar una determinada fórmula
numérica a un proceso orgánico.
Pero siguiendo este mismo afán general
por superar la reducción de hechos naturales a simples fórmulas y presupuestos forzosamente
contrarios, encontramos otras obras en las que el índice para la reflexión se
sitúa en la yuxtaposición de elementos de distinta naturaleza: piezas como Mixt incorporan apuntes de optometría a
imágenes documentales, ironizando de nuevo sobre la normativización científica
de los procesos naturales, pero, al mismo tiempo, haciendo consciente al
espectador de la frecuente coexistencia de varios tipos de lecturas (en esta
ocasión fotográfica y verbal-científica) respecto a un mismo objeto u hecho. No
sería baladí añadir, además, que para Cosano, en líneas generales, su negocio
de óptica es un gran ready-made que
intuitivamente desarticula en fragmentos que no solo descontextualiza, sino que
comparte, colecciona, reagrupa, y, sobre todo, anima explícitamente a
contemplar. Estos son los eficaces métodos de una práctica sin más receta que, a
veces, la prescripción oftalmológica –apropiada–
de un cliente o el recibo de un proveedor-colaborador anónimo como sucede en la
pieza IDTD nº 2, un archivador compuesto
por cientos de albaranes. Lo mismo ocurre en el resto de sus colecciones de
artilugios de optometría: obras como IDTD
nº 1 o IDTD nº 3 se basan en la
acumulación armaniana, casi obsesiva, de material de stock o de objetos que en su día fueron útiles para la óptica pero que
ahora, tras haber perdido su significado original, sintetizan a la perfección el
sentido de la artificiosidad a la que sometemos nuestra mirada, coleccionista y
selectiva, pero, como podemos comprobar analizando el trabajo de Cosano, enormemente
coaccionada.
En resumidas cuentas, la obra de Mª
José Cosano resulta atractiva por recordar que lo que cada uno hace y ve depende, por un lado, de su constitución
como síntesis pasiva –en tanto que organismo psicosomático– y, por otro, de su
contexto o determinaciones culturales. Ambos factores –el primero de ellos
ceñido aquí al sentido de la visión– sustentan un tipo de hermenéutica que, en
último término, intenta demostrar una vez más que la vida humana no necesita
ser una novela para tener sentido o, dicho con otras palabras, que puede
tenerlo tomando la forma de varias escenas inconexas. Porque si bien es cierto
que a uno le afectan las cosas que ve según uno es, más cierto todavía resulta
que uno se haga según le afectan las
cosas que observa en su camino. He aquí, finalmente, la razón de ser de la
diáspora visual en la que se mueve Cosano, un particular “círculo hermenéutico”,
abierto e infinito, en el que ya no importa tanto el individuo como sustancia que ve sino, sobre todo, el sentido de
lo que mira.